Esperaba
quitarme el regusto amargo que me dejó mi primera visita a la ciudad de
Moratalla. Fue hace tres años, con ocasión de la afamada marcha cicloturista
“Sierras de Moratalla”, que no pude terminar aquejado de lo que posteriormente
me diagnosticaron como sinusitis, aunque también algo tendrían que ver las
“cuestitis” que por aquellos terrenos se nos presentaron. Con esta esperanza y
deseo me trasladé a esta singular ciudad murciana, puerta de acceso a una de
las vertientes de la Sierra
de Segura.
Esta
ocasión, y a pesar de la distancia, unos ciento cincuenta kilómetros, decidí
hacer viaje aquella misma madrugada, por ello, y con el recuerdo de la duración
de aquel primer trayecto, me puse en pie a las tres de la mañana –aunque para
lo que dormí, casi hubiera sido mejor ni desarreglar la cama-. Poco antes de la
cinco de la mañana, ya estaba entrando en la ciudad, pensando que iba genial de
tiempo, ya que la salida estaba prevista a las seis, y que la primera
estrategia del día iba a salir redonda.
La
recogida de dorsales, para los que no lo habíamos hecho el día anterior, era en
la misma línea de salida, en la
Plaza de la
Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Perfecto,
una plaza con su iglesia sería fácil de encontrar, además es que se ve la torre
de la iglesia desde cualquier punto de acceso; silueta característica del
municipio junto a la torre del homenaje de su Castillo. El problema es que la llegada estaba en el
polideportivo, y sabía que la distancia entre un punto y otro era considerable,
por lo que decidí ir en busca del dorsal y posteriormente dejar el coche lo más
próximo a aquel polideportivo. En aquellas estaba yo, me meto por la dirección
que indicaban unos paneles de información, por empinadas y tortuosas calles en
busca de mi destino, estrechándose y comprimiéndome, no observando mas
indicación de “Iglesia” que aquel primer panel que me animó a la aventura, eran
las cinco de la mañana, no se veía un alma por la calle y los únicos espacios
que pudiera haber aprovechado para estacionar el vehículo estaban ocupados por
otros, así que no tuve más remedio que seguir el serpenteo de aquella calle
hasta que finalmente me escupió a las afueras.
Bueno,
no había que desalentarse, aún quedaba la infantería. El siguiente plan:
abandonar el vehículo y atacar a pie “la ciudadela” en un mano a mano. ¡Ja, qué
fácil!, no contaba que la estrechez de aquellas calles impedían la visión de mi
punto de referencia, que seguía siendo aquella torre de iglesia que impasible
se jactaba de ver a otros que como yo en vano la buscaban, dificultando su
consecución lo intempestivo del horario con ausencia de moratalleros e
indicaciones concretas del lugar. Unos nos preguntábamos a otros, y ninguno
sabíamos cómo llegar, finalmente la luz de un horno de panadería me animó a
interrumpir la labor de los que en el trabajaban, “a todos les pasa lo mismo,
ya me han preguntado varios” –me dijo el panadero, con tono resignado. ¡Mal de muchos…!. –pensé.
Eran
las cinco y veinte de la mañana, y por fin estaba bajo aquel deseado
campanario, en una plaza tipo balcón con vistas ¡lástima que fuera de noche!.
¡Y los dorsales?, los quince o veinte que estaban allí, decían que estaban
esperando lo mismo, pero que no habían empezado todavía a entregarlos. Entretanto
los de la empresa de cronometraje se afanaban en instalar unas “borriquetas” y
sobre ellas, unos tableros que hacían las veces de improvisada mesa, todo ello
mientras se excusaban por la tardanza. Mientras el resto, coincidíamos en la no
poca dificultad que se nos había presentado para encontrar el acceso a aquel
lugar y nos resignábamos a salir con cierto retraso tras sopesar el tiempo que
podía llevarnos regresar a los vehículos, trasladarlos a las proximidades del
polideportivo y regresar nuevamente a aquel precioso y recóndito lugar, que tan
diligente y milagrosamente encontró aquel rayo
que por esas impactó contra el Cristo al que actualmente apellidan “del Rayo”
y que tanto veneran en el municipio; quizás sería este el motivo de la decisión
de una segunda residencia, y por cuya linde transcurría la competición como
posteriormente relataré.
Tras
terminar con aquel trasiego, y una vez ataviado, de regreso a aquella misma
Plaza, tuve que reconducir a un numeroso grupo de corredores, que de la misma
guisa, pero con el dorsal recogido el día anterior en el pabellón del
polideportivo, empezaban a tener los mismos problemas que los recién llegados
unos minutos antes. Ya en la línea de salida, algo menos de ochenta corredores,
nos amontonábamos amistosamente y expectantes, aunque según informaban los
organizadores esperábamos a la llegada de dos corredores que con retraso y a la
carrera se incorporaban, poniendo fin de este modo a la desesperación que
mostraba un compañero de los ausentes, que era quien había presentado la
súplica para alargar la espera. Así pues, unos diez minutos más tarde,
comenzamos esta Ultra que sobre el papel podía ser toda una aventura, sobretodo
para los que como yo teníamos recién recogido el “carnet de corredor de
montaña” tras concluir “La
Perimetral a Benissa”, ya que presentaba algo más de
distancia y desnivel; cosa que no me extrañaba después de aquella primera toma
de contacto con estos parajes. Con aquella incertidumbre, inicié la salida,
junto a "Sergio", otro corredor que conocí en aquellos penosos kilómetros de recorrido
hacia Benissa, del mismo modo intrigado por lo que se nos presentaba.
El
inicio bastante más controlado y lento que el de Benissa, se veía en el perfil
que la primera dificultad la tendríamos nada más salir de la localidad, en
dirección a la Sierra
aledaña y concretamente a su pico, que recibe el mismo nombre “del Buitre”, o
mil cuatrocientos metros le puedes llamar, que del mismo modo que aquella
escurridiza torre de Iglesia, es visible desde cualquier punto de la localidad,
coronado por unas antenas, y del mismo modo con su acceso dificultado por una
larga y empinada subida, aunque en este caso de más de una hora de duración. Ya
en su cima, las vistas que ofrece resultan impresionantes, aunque empañadas por
bancos de niebla y la aún escasa luz diurna. Descrestamos por su vertiente noroeste,
en una bajada que presentaba inicialmente cierta dificultad por la conjunción
de desnivel y piedras tipo grava suelta, facilitando los peligrosos resbalones,
para posteriormente salir a una pista de tierra sin más.
Prácticamente
fuimos haciendo todo el recorrido de pista en pista, y algunos tramos de senda
para enlazarlas, sin grandes dificultades técnicas, los desniveles parecían
bastante accesibles para el entorno que lo rodeaba, ya que nos custodiaban
cumbres y picos bastante más elevados que el trayecto que seguíamos,
esperándolos “atacar” en cualquier momento, ya que pasaban los kilómetros y no
creía que de otro modo pudiera salir el desnivel publicitado. El recorrido, a
la espera de lo mejor, precioso, rodeado de pinos, sabinas y encinas, ambientado
con niebla a media altura en gran parte del recorrido, favoreciendo una
temperatura fresca que facilitaba la refrigeración de los corredores, y salpimentado
con diversos arroyos que cruzamos a salto de piedra, con más o menos acierto
dependiendo de la elección de paso.
Los
avituallamientos bien, y con vasos de plástico –a pesar de las indicaciones
previas de ausencia, según la ficha técnica- salvo los dos o tres últimos, tras
despojarme en uno de los anteriores del cubilete de plástico que advertía la
organización que sería necesario portar para reponer líquidos, y que me
acompañó enganchado en mi mochila durante la parte de la carrera que no fue
necesario su uso. Del mismo modo, portaba un silbato, que según aquella misma
ficha resultaba imprescindible para afrontar con garantías de supervivencia la
prueba, y que después de varias horas con el acompañamiento del soniquete que
me ofrecía su “guisante” le cogí tal cariño que no fui capaz de desprenderme de
el, quizás también por miedo a que me resultara necesario en los kilómetros
finales ¡y por qué no decirlo!, afligido por los sesenta céntimos que pagué por
el en “el chino”. Tal eran los “arreos” que portaba que quizás supusieron un
plus de dificultad tal que pudiera explicar los padecimientos que llegué a
experimentar, que sin alcanzar a los de mi bautismo de Benissa sí que en
algún momento temí revivir.
El
trayecto estaba perfectamente balizado, con sus cintas, aunque en algunos
tramos bastante distanciadas entre sí, de hecho algún corredor de los cabeceros
tuvo algún “lapsus” en el trazado y me pasó hasta dos veces por ese motivo, yo
“iba de campo” y no me importaba mucho, y en la segunda ocasión me preguntó en
la posición que estaba, y le dije que el veinticuatro, cuando posteriormente me
enteré que no iba más del doce; y la explicación a tan mayúsculo despiste la
tiene la información que había recibido en un avituallamiento anterior, que si
estaban suficientemente surtidos de vituallas, también lo estaban de
información confusa, ya que señalaban puntos kilométricos que en ningún caso se
correspondían con los que recogían los “gps” de los corredores e incluso al
preguntar por la posición me espetaron que iba el dieciocho, cuando estábamos
en él cuatro corredores, y todo ello poco antes de que me pidiera el otro
aquella información; así que… ¡yo no he sido, lo siento!.
¿Sabéis
eso de lo de “la soledad del corredor de montaña”?, pues en esas estaba, cuando
llego a un cruce, de pistas por supuesto, en el que había un grupo de
"caminantes" –los “walking dead” me hubieran hecho algún caso- no veo cintas,
sigo de frente, y me llama la atención la ausencia continuada de cintas, decido
dar la vuelta y retornar a aquel cruce, y preguntar al grupo que me había visto
y que estaba claro que si no me habían alertado del trayecto erróneo era porque
posiblemente ellos acaban de llegar al lugar procedentes de alguna dirección
por la que no discurría el trazado. Cuál fue mi sorpresa, cuando llego
nuevamente a su altura, pregunto, y me dicen que habían pasado algunos
corredores antes que yo, que habían hecho la misma corrección, y que cuando uno
de ellos les ha informado que el trayecto se dirigía a los “Baños de
Somogil” los habían encaminado en la
única dirección posible, que no era otra que una dirección distinta a la que
instintivamente habíamos tomado; ¡qué güevos!. Allí que voy, y después de unos cuatrocientos
metros, en aquella nueva dirección, mosqueado porque seguía sin ver cintas y no
fiándome de las indicaciones de estos “güevones”, me vuelvo, me encuentro a dos
corredores más, les advierto de la situación, y decidimos arriesgarnos con la
dirección que aquellos me habían indicado, y que ya no pudieron ratificar,
porque ya habían “volado” del lugar. Después de aproximadamente quinientos
metros, volvieron a aparecer las cintas.
El
trazado discurría por el interior del Barranco de Hondares, que guía el cauce
al Río Alhárabe, en los que se crean los Baños de Somogil –o eso creo-, el caso
que es un paraje único, la vegetación frondosa y singular, y los “Baños” son
unas pozas rebosantes de agua cristalina, que invitan al baño -lástima que el
tiempo no acompañara-al parecer hay una de ellas con agua termal, dicen que
está a veinticuatro grados durante todo el año, no vi indicación alguna y no
estaba yo para ir tanteando la temperatura de cada una de aquellas bañeras
naturales.
Nos
sacaron de aquel barrando por una pista, en dirección al “Rincón del Agua”,
según el detalle del perfil del recorrido que nos facilitó la organización, era
el último avituallamiento, al que llegamos por un empinada senda, custodiada
por algunas centenarias encinas, tras este avituallamiento, y por una pista,
rodeábamos el Pico del Fraile, en la
Sierra de los Álamos, que nos conducía al Santuario de la Casa de Cristo –segunda
residencia, tras aquella certera descarga eléctrica-, ya era todo bajada desde
aquel lugar por senda sin gran dificultad, hasta salir a la carretera de San
Juan, escuchando de fondo la megafonía de Meta, en la que sabía que por el
lugar de ubicación no podía estar muy concurrida, como así fue, no obstante no
pude más que agradecer el calor con el que nos recibían los organizadores y
colaboradores que allí se encontraban y que tras su paso y felicitaciones, te
colgaban una medalla de “Finisher” para inmediatamente después indicarte que te
quedaba un último obstáculo, que ya conocía de aquella frustrada marcha
cicloturista, y que no era otro, que la empinada escalinata de acceso al
polideportivo desde la carretera, y que resultaba quizás más dura en su bajada
emulando a “chiquito de la calzada”, y tras su ascenso, como recompensa, te
entregaban una surtida bolsa de corredor, al uso en este tipo de carreras: con
su camiseta (muy chula), un “buff” (no de la marca), caramelos enriquecidos con
vitamina C, “propandanga” variada, crema “pa el pelo” o “pa darle brillo a la
testa” si no lo tienes, y la bolsa en si, que viene muy bien para meter la ropa
sucia. Ya para rematar los “siempreternos” macarrones –eran los mismos que me
pusieron en aquella cicloturista-, y que ya nos presentaron en el cuarto avituallamiento,
y unas latas de cerveza que es lo mejor. A la paella creo que llegué pronto, únicamente
vi que la ponían al fuego, el año que viene me baño en Somogil y así llego al
arroz en su punto.
Finalmente,
ocho horas y veinte minutos, setenta kilómetros de recorrido y mil metros menos
de desnivel que el publicitado por la organización; que ¡ni falta que hacen!; y
el puesto vigésimo. Enhorabuena “Sebas
Sánchez”, ¡cuídate!.